miércoles, 20 de marzo de 2013

jueves, 7 de marzo de 2013

El consumo no es el problema


Ahora que parece que la mayoría de los sustentos más firmes de nuestro sistema político y económico se demuestran ulcerantes, hemos comenzado a vislumbrar su patología más claramente. El fin y el comienzo de siglo será recordado como algo así como el periodo de las vacas gordas occidentales. El presunto bienestar finisecular fue cebado con las carnazas que dejaban los grandes tratos de un mercado financiero que podría servir como el paradigma de la desigualdad y la traición en la toma de decisiones. Ahora que parecemos intuir que el problema tiene una clara raíz en la codicia, hemos caído en la cuenta de que ya hacía tiempo que sospechábamos que, a pesar de que todo parecía mejorar, las cosas no se estaban haciendo bien, aunque todavía no sabemos qué cosas exactamente.

Muchas de ellas sí sabemos que tienen mucho que ver con las decisiones que han tomado en las últimas décadas (si no más) nuestros representantes políticos. Justamente es este término el que se sitúa en el ojo de la controversia sobre los fundamentos de la crisis estructural que sufre España, particularmente. Me explico. La principal discusión que atraviesa la mayoría de los debates sobre cómo hemos llegado a esto giran entorno a la legitimidad de pagar entre toda la ciudadanía el endeudamiento bancario de carácter privado, y cuya magnitud está destruyendo gran parte del gasto social. Dudo que esta decisión, preguntada en un referéndum, supere el 2% de apoyo. Sin embargo, la tomaron, allá por 2008, alrededor del 75% de diputados y diputadas del Congreso. En efecto, la pregunta es: ¿representan los procesos aforados de toma de decisiones a los que se suelen dar entre la ciudadanía en ámbitos cotidianos o a sus condiciones?
 
Comenzando por que ni tan siquiera el modo de vida de estas personas se parece en absoluto al de ningún otro ciudadano, que disponen de información de la que llaman de interés nacional, a la que pocas personas más tienen acceso, y acabando por su tan peculiar manera de hablar, discutir e intercambiarse mensajes cifrados a través de los medios de comunicación, no parece que sean agentes muy representativos de las formas de ser de sus conciudadanos. Sin embargo he escuchado recurridamente que sí. Desde una bandera política o desde su antónima, he escuchado susurros que defienden que el Parlamento es un reflejo del país que pretende representar políticamente. Tanto desde la izquierda, como desde la derecha, no es difícil encontrar a algún ilustrado que repite sin cansarse aquella máxima de "todo pueblo tiene el Gobierno que se merece".

Los procedentes de la derecha, ya los conocemos, "se cree el ladrón que son todos de su condición". Pero algunos de los escorados a la zurda, en muchos casos, impotentes en sus intentos (o no) de comprender los hábitos de las mayorías, llevan también décadas anunciando una multitud de cánceres endógenos de lo que se suele llamar Capitalismo, pero a lo que hoy yo llamaré Sociedad (por cambiar un palabro feo, por otro más decente, no por nada más). Uno de estos cánceres más rimbombantes y repetidos es el consumismo.

Para estos zurdos incómodos y, por supuesto, para los diestros de corbata holgada, es sencillo situar el origen de la codicia de los políticos, oligarcas y demás poderosos en el consumismo autóctono de nuestra sociedad. La mayoría de lo que hoy, aquí, se llama consumo, vete a saber dónde y, por supuesto, en otras épocas, se llamó enseres, artesanía, intercambios y un sinfín de conceptos relacionados con la intimidad de las personas con los objetos. A la imagen de Diógenes, desde este planteamiento se predica que el consumo es superfluo, innecesario y perverso. Para los exorcistas del consumismo, a la semejanza de la Escuela Cínica griega, consideran que la civilización y su forma de vida es un mal y que la bondad y la felicidad viene dada siguiendo una vida sencilla en sintonía con lo natural, aquello no pervertido ya por la humanidad... aún. La máxima: "un hombre con menos necesidades es el más feliz y el más libre." Sin embargo, sobre necesidades hay poco o demasiado escrito. ¿Cuál y cuánto es la necesidad suficiente? Por tanto, en este credo siempre ha habido un toque autoritario que busca juzgar los hábitos del prójimo para sí.

No, la codicia que alimenta la corrupción no tiene origen en esta o aquella forma de interactuar con los objetos, sino en el poder. No en la forma de consumir, sino en la de producir. Porque es la autoridad, las fronteras, la opacidad y la desigualdad lo que fomentan la tiranía y la insostenibilidad y no las ilusiones o caprichos más o menos efímeros, trascendentes o superfluos de una ciudadanía que vive mayoritariamente en precariedad. Nuestra úlcera tiene su epicentro en las malas decisiones tomadas por unas personas que han utilizado nuestra confianza para alimentar, sin decencia, a la camarilla del control, traicionando el interés común y la legitimidad democrática de su gobierno. En tiempos de desazón, no conviene despistar la mira contra nuestro vecino.

viernes, 15 de febrero de 2013

El mismo barco, pero sin astrolabio

La semana pasada participé en el primer Congreso de Psicología Social Crítica, organizado por el Departamento de Psicología Social de la Universitat Autònoma de Barcelona, donde hace poco logré doctorarme. La verdad, me lo pasé muy divertido, sensación aparentemente histriónica para un Congreso, un evento cuyo nombre apela a la seriedad y, más habitualmente de lo aceptable, a lo aburrido, pero cuya razón de ser tiene más que ver con algo así como una especie de turismo académico. Académico, porque evidentemente es un espacio reservado a las personas relacionadas con la Universidad y la investigación; y turismo, porque hay un gran grueso de personas que acuden  desplazándose desde sus universidades residenciales, y la mayoría experimenta una especie de viaje epistemológico y festivo, fruto de la relación entre compañeros que hacían tiempo que no se veían, que se acaban de conocer, o que hablan en lenguajes, o con acentos, diferentes, y cuentan cosas hasta la fecha desconocidas o solo extrañas.

En este caso, me divertí mucho porque conocía a mucha gente pero, sobre todo, porque muchos temas o la manera de plantearlos me incitaron a participar en la conversación. He de confesar que esto me suele costar, pero probablemente la familiaridad del espacio ayudó. Hubo un título que me llamó la atención: "¿Qué (nos) está pasando en la Universidad?" Me inquietó especialmente la presencia de un pronombre en medio de esta pregunta tan vaga como vasta: ¿qué sucede en la Universidad para quién? Llegué tarde, pero entré al simposio. Tras la primera intervención que presencié me di cuenta que el quién estaba claro: el personal docente de departamentos de la mayoría de Ciencias Sociales, especialmente de psicología social. Lo que está sucediendo ya no estaba tan claro, pero sí que era visible que estaba relacionado con las condiciones laborales. Al parecer, se están estandarizando unas exigencias y un perfil profesional del docente muy relacionado con la rentabilidad de la producción científica de cada área. Además, también me dio la impresión de que las exigencias para conservar el puesto de trabajo tienen mucho que ver con una cierta manera de mirar a la Universidad como una institución dirigida por el vaivén de las tendencias de mercado y todo eso que ya más o menos sabemos. En todo caso, parece que se está pretendiendo adelgazar y precarizar la producción de conocimiento en general, pero particularmente en ciencias cuya aplicación mercantil no tiene tanto quorum. En definitiva, el simposio se convirtió en una especie de terapia de grupo, donde cada profesor contaba sus penas, sus frustraciones, las exageradas pérdidas o subiras de peso, dificultades salariales, sus estrategias para congeniar con los continuos conflictos ideológicos que les supone criticar un sistema del que no quieren (o no pueden) salir, y un largo etcétera de desencantos y situaciones paradójicas no deseables para un científico.

Yo, que me he formado en un oficio difícilmente desvinculable del ámbito universitario, ya hace tiempo que dejé de pensar en que lograré ejercerlo en España, y después de escuchar las batallas que mis compañeros mayores tratan de lidiar hoy en día, ni me apetece. Pero lo que me sorprendió fue que en las ponencias e intervenciones prácticamente no se pronunció la palabra alumno. Después de un eterno intercambio de deseperaciones, analgésicos, narcolépticos y tratamientos resignados, di un respingo cuando alguien llegó a plantear renunciar al trabajo como método de resistencia a las condiciones laborales y la lógica de producción de conocimiento que se está tratando de implementar desde hace tiempo, y especialmente con la aprobación de la LOU y la rúbrica de los procesos de convergencia universitaria europea (más conocido como plan Bolonia).

Hoy en día, miles de recién doctores como yo estamos deseando que muchos profesores renuncien a su trabajo para poder ocupar su puesto. Y lo que es peor, estamos dispuestos a hacerlo por condiciones mucho más precarias. Así que parece que no hay salida más que la devaluación del trabajo científico a no ser que, de una vez por todas (y así traté de transmitirlo en mi breve intervención casi al final del simposio), ese "nos" deje de referirse al colectivo del personal docente. Porque si "nos" pasara a ser toda la comunidad universitaria o, si se prefiere, de producción de conocimiento, con el foco puesto sobre el protagonista más vapuleado de la película: el alumnado, los planteamientos cambiarían radicalmente. ¿Cómo es posible que el oficio de profesor-investigador alcance el valor que parece merecer si en sus batallas olvidan sistemáticamente a la verdadera fuerza que da sentido a su oficio? y lo que es más grave, ¿cómo se pretende resistir o cambiar radicalmente un modelo que parece condenar la diversidad y que dificulta sustancialmente el acceso al conocimiento y la innovación pedagógica en tiempos en los que el alumnado, las nuevas generaciones aprendices, han desarrollado capacidades para aprender bajo metodologías heterogéneas, sin contar con su agencia? Me temo que la institución universitaria, la producción de conocimiento o, como se dice ahora, competencias, está condenada a su devaluación, precarización y, por su puesto, a su perversión, si no somos capaces de darnos cuenta que estamos en el mismo barco y podemos (y sabemos) mucho más que un ministro o veintisiente.

martes, 22 de enero de 2013

¿Cuándo?

¿Cómo hemos llegado a todo esto? Esta es la pregunta que todos tratamos de responder. ¿Cómo es que estamos camino de una situación política, social y económica similar a la que veíamos en los telediarios en referencia a los países que pertenecen a lo que muchos interlocutores trasnochados continúan llamando Tercer Mundo? La situación crítica que está viviendo España y Europa (sobre todo del Sur) recientemente está abriendo la caja de pandora del lado oscuro de nuestras banderas monocromos, tricolores, multicolores, rojigualdas, con barras, o con quince estrellas. Últimamente solemos oír, sin acostumbrarnos por ahora, noticias sobre sorprendentes gestiones nefastas e innumerables timos en el plano económico, brotes continuos de casos de corrupción política aquí y allá, con gaviotas, rosas, o símbolos autonómicos, sin prácticamente distinción. Desde hace tiempo ya, el sistema judicial español estaba bajo sospecha ciudadana, pero su eficacia se siente ya perdida debido a ciertos indultos escandalosos, procesos interesadamente eternos, corruptos no culpables, jueces expulsados de la carrera judicial por ir demasiado lejos en los métodos que autorizaron para demostrar la evidencia, presidentes del Consejo del Poder Judicial sin escrúpulos de gastos, y un largo etcétera de despropósitos que están haciendo crecer, sin cesar, un cabreo ciudadano monumental y una desconfianza crónica en todo lo que tiene relación con el poder y/o la dominación. Sobre todo, cuando nuestros Gobiernos no cesan en legislar y ejecutar medidas claramente ineficaces, en su mayoría escandalosas y algunas de ellas incomprensibles en política económica; restrictivas y represivas en cuanto a derechos; regresivas en lo educativo y lo social; y fraudulentas en la sanidad y en la fiscalidad.

Recientemente, cenando con unos amigos, uno de ellos lanzó unas preguntas que ya llevo unos meses escuchando. Creo que sus palabras más o menos fueron: "Veo noticias de burradas por todos lados, políticos corruptos e ineptos y no paran de sacarnos los ojos, ¿por qué no ocurre nada?, ¿por qué nadie se rebela?" Estas preguntas conllevaban unos toques de pesimismo y un puñado de zozobra. Entre los que formamos la gente de a pie (hay quienes nos llaman el 99%), crece y crece un ferviente deseo de un cambio radical, y no hace mucho que se disparó vertiginosamente este anhelo. Aunque hoy tenemos la sensación de que hemos cruzado el punto de inflexión de la indignación colectiva hace tiempo, recordemos que hace menos de dos años que aún pensábamos que esto era solo un bache. Y es precisamente el veloz ritmo en con el que se está impregnando nuestro país de desconfianza hacia lo que llaman "los políticos", lo que no es más que la personificación del poder institucional en cada rincón de España, el fenómeno que nos hace preguntarnos, en lugar de "¿por qué no pasa nada?", más bien, "¿cuándo comenzará el cambio?"

Durante las primeras décadas del siglo XX, especialmente durante los años veinte y treinta existían organizaciones populares, instituciones sindicales y partidos políticos que eran capaces de canalizar la voz de la clase obrera y de los campesinos, pero cerca de cuarenta años de dictadura franquista, alrededor de treinta de democracia insuficiente y veinte de construcción desigual de la Unión European después, las estructuras tradicionales de representación se presentan débiles, poco flexibles y, muchas de ellas, profundamente corrompidas. El amorfo movimiento ciudadano surgido a partir del quince de mayo de 2011 fue capaz de, si no de encender una revolución social, sí de mostrar, con cerca de un mes de detenida labor, el camino y las nuevas formas y vías de organización y comunicación, cuya institucionalización se parece más bien a una extitución. Es sobre la diversidad, sobre el valor de la conexión y el ingenio, la resistencia creativa o el debate sin complejos, la voz y el voto como única arma y el sentido común como método,... Es sobre estas nuevas maneras de entender las relaciones en lo político, donde se está sustentando el cambio de tendencias y son estas formas de ser y hacer desde las que, tarde o temprano, daremos un giro de quizás más de ciento ochenta grados en la manera en la que se organiza el poder en este país. Si hace más de un año y medio se evidenció el dislate de la relación entre las buenas ideas y las rancias maneras del dominio tradicional para tomarlas en cuenta (recordemos la manera en la que el Conseller catalán de Interior, Felip Puig, eligió para acercarse a los acampados), si el actual partido de gobierno en España parece no tener rival, o si su rival parece más bien un aliado, cuando no encontramos muchas plataformas en las que confiar, todo a punta en que este cambio no será pronto. Hacen falta discursos claros y horizontes alcanzables, pero sobre todo, es imprescindible canalizar la voz ciudadana, subvertir la toma de decisiones y no permitir que las buenas ideas sigan tapadas bajo el (no) saber hacer de la mediocridad política y mediática que domina cada cortijo este o aquel pueblo o nación de España.


miércoles, 9 de enero de 2013

Los tuertos

Calle de la Carrera del Escultor Estevez
El pasado mes de diciembre, en mi pueblo, La Orotava, se generó una polémica que sintetiza, a mi juicio, gran parte de las insuficiencias democráticas que están llevando a gran parte de los pueblos de España (al menos) al desconcierto político. Para muchos, esta polémica que trataré de resumir, puede parecer insignificante y hasta insulsa, pero detenidamente podemos ser capaces de identificar los principales rasgos de la insensatez que ha regido la política local de pueblos como el mío durante las últimas décadas. Desde luego, muchos de estos rasgos son también claramente visibles también en una infinidad de localidades canarias y más allá.

Vista del Valle de La Orotava coronado por El Teide
Mi pueblo tiene un casco histórico que es una de sus cartas de presentación más atractivas para el visitante y motivo de orgullo para la mayoría de los villeros. Muchos de sus inmuebles se conservan desde hace más de varios siglos, algunos son incluso considerados joyas de la arquitectura canaria. Sus calles suelen albergar las principales tradiciones locales y son ruta obligada del turista que visita la isla de Tenerife. A pesar de que su perímetro lleva también décadas dotándose de edificios cuyas magnitudes y estéticas van acorde con el tamaño de la burbuja inmobiliaria que ya lleva unos años desinflándose, el Casco conserva un aire de otra época. El verano pasado el Ayuntamiento, gobernado por un alcalde de 78 años, apoltronado en el puesto desde hace casi treinta años, y acusado de corrupto, decidió que sería conveniente cortar al tráfico indefinidamente su calle principal: Carrera del Escultor Estévez. Puso una valla amarilla y se dispuso para, cual experimento urbano o más bien entretenimiento con el ciudadano, ver qué pasaba. Siete meses después, decidió volverla abrir al tráfico rodado, después de las protestas de muchos comerciantes de la zona, afectados por el descenso en ventas.

Macro centros comerciales en el municipio
La controversia sobre la pertinencia del cierre al tráfico de esta calle se avivó desde el mismo momento en el que se tomó la primera decisión y la crispación se elevó a partir de la segunda. No obstante, por una parte, el descenso de las ventas, la pérdida de poder adquisitivo y el cierre de los comercios, lleva ya algunos años acelerándose a un ritmo cada vez más veloz. Por otra parte, la movilidad en el municipio es un asunto irresuelto desde hace décadas, con una orografía difícil y un transporte público vergonzoso. Y, por ambas, durante estas tres décadas de régimen esperpéntico de Coalición Canaria en el Ayuntamiento, jamás se ha diseñado ninguna clase de plan para incentivar el comercio local, ni iniciativa alguna por establecer un servicio público de transporte eficiente y asequible, ni ninguna propuesta para rentabilizar y socializar el rédito del potencial económico y turístico de tanto el entorno urbano, como rural y natural del municipio y la comarca. En cambio, las acciones más resaltables de esta Corporación tienen más que ver con la construcción de dos macro centros comerciales que ya sabíamos que acabaría con el comercio de los pueblos de su entorno, un plan de ordenación urbana que pretendía doblar la población acabando con el valor rural de unas de las tierras más fértiles de Canarias, tratar de construir una vía diagonal de tráfico rodado que deterioraría gran parte del casco histórico, el derribo de uno de los dos teatros del pueblo, la inauguración de una micro Universidad privada económicamente a la ciudadanía orotavense, la intención de urbanizar El Rincón, y un largo etcétera de disparates.

La cuestión, bajo mi punto de vista, no es si se debe o no cerrar una calle, ni cuántas decisiones estúpidas se han tomado o pretendido (paradas por la acción judicial o ciudadana), ni por qué tantos ciudadanos han seguido confiando en estos tuertos. El interrogante más interesante es por qué las decisiones son una exclusiva de un grupo concreto con carta blanca de cuatro en cuatro años. Miles de villeras y villeros serían capaces de dar soluciones interesantes e infinitamente más coherentes de las que han aportado hasta ahora los concejales gobernantes y la muchos de los opositores a la mayoría de las deficiencias del municipio. En cambio, el monopolio de los debates lo ostentan 21 miembros del Pleno municipal y las decisiones, poco más de la mitad. Cosas de la democracia insuficiente y anacrónica: los tuertos dominan, creando cada vez más ciegos, excluyendo a los tan solo bizcos y despreciando las visiones más genuinas.

martes, 11 de diciembre de 2012

Cambios

Durante los últimos siete años he estudiado en la Universitat Autónoma de Barcelona. Recuerdo que hubieron muchas cosas que me sorprendieron al llegar al Campus, procedente de una Facultad de Sociología, en la Universidad de La Laguna, que ocupaba un piso del edificio en el que, mayoritariamente, se daban clases de Derecho. Algunas de las cosas que me llamaron la atención fueron las pintas de los alumnos y la de los profesores, la diversidad de idiomas que se hablaba en el césped y en sus aulas, la cantidad de aulas de informática y, por supuesto, el constante olor a tabaco y marihuana que se solía respirar en sus pasillos y, especialmente en las cafeterías. El bar de la plaça cívica estaba constantemente lleno de humo y, singularmente, en los meses de invierno, aquello parecía una discoteca sin música (de la época del free smoke). Cuando aprobaron la primera ley anti-tabaco, recuerdo haber pensado: "por mucha ley que aprueben, aquí en la Universidad será imposible". Hoy es muy poco probable encontrarse a alguien fumando en los pasillos y hasta en la cafetería. Y para que este cambio ocurriera, no fue necesaria la presencia de ningún policía, ni la imposición de sanciones de ningún tipo, ni muchos carteles, ni tan siquiera la existencia de algún grupo anti-humo. Parece como si esa ley, poco a poco, funcionara sola.

Sin duda, este dato forma parte de esos intereses que la Psicología Social no debiera despistar. ¿Cómo es posible cambiar nuestros comportamientos y pareceres más rutinarios cuando ningún aparato represivo claro nos obliga o nos alienta? Desde luego, como a la hora de conducir un coche, la existencia de normas no basta. Los habitantes de la Universitat Autònoma de Barcelona no dejaron de humear la cafetería por la simple aprobación de una ley anti-tabaco. Por analogía, la existencia de la propiedad intelectual y de las numerosas campañas publicitarias y legislativas en contra del intercambio no autorizado de datos digitales, no impedirá su crecimiento y normalización. Tampoco una gran proporción de catalanas y catalanes que recién celebraron la Eurocopa de la Selección española de fútbol, o las medallas de los Juegos Olímpicos, no pasaron a declararse independentistas ni por una manifestación, ni por el aliento de un President que ha gestionado nefastamente Catalunya. Y mucho menos, la ciudadanía española ha dejado de confiar en las instituciones del país, en los políticos que las ocupan y los medios de comunicación y las clases dominantes que las exhortan porque disponga de mucho menos dinero en unos bancos de dudosa calificación.

Si durante las últimas décadas del siglo pasado el humo dominaba los espacios cerrados y los platós de televisión, las industrias del cine y la música acumulaba capitales alrededor de unas pocas corporaciones vendiendo discos, VHS, DVDs,... Si en el año 1992 l'Estadi Lluís Companys ovacionaba la entrada triunfal del príncipe Felipe como abanderado del equipo olímpico español. Y si en aquellos tiempos, cada 6 de diciembre era la fiesta de la Constitución, hoy, a pocas semanas de acabar el 2012 (y hasta el Mundo según Mel Gibson), todo esto suena a blanco y negro. Recientemente, el barómetro del CIS de noviembre ya destaca que hay una inmensa mayoría de personas en España que creen insuficiente el actual modelo democrático diseñado a partir de 1978 y más de la mitad no están satisfechas con la Constitución aprobada ese mismo año. Desde luego, cambios como estos, veloces, pero contundentes, no tienen su origen simplemente en uno, dos o veinte eventos concretos, ni en una lista ingeniosa de nuevas normas. Tal vez, cuando comienzan a haber razones, circunstancias, sensaciones, ganas, palabras y aparatos para cambiar, solo un empujoncito basta para dudar de la legitimidad y el decoro de lo normal, deseando nuevos escenarios donde actuar. Veremos en qué quedará la olla que hirvió el 15 de mayo de 2011 y que parece que, no muchos meses después, ya ha comenzado a pitar.


jueves, 8 de noviembre de 2012

Hacer algo

Hace poco tuve una conversación con una amiga acerca de la Huelga General convocada en España para el 17 de noviembre. Alguien le preguntó si la secudaría y ella contestó que no. A todos los presentes nos sorprendió la virulencia con la que contestó y con la que expuso algunos argumentos. Uno de ellos era muy claro: "no servirá para nada." También otro era aún más contundente: "no puedo si quiero conservar el puesto de trabajo."

Al acabar la conversación comencé a sentir una consternación que ha ido in crecendo a lo largo de los últimos días. Resulta muy triste comprobar cómo, en el año 2012, se extiende tan claramente en la ciudadanía del país la sensación de vivir bajo condiciones propias más bien del siglo XIX o de la gran mayoría del XX. Y, sin duda, así parece ser. Hoy en día, sobran las razones para sentirnos así, con índices de paro históricos, salarios que caen en picado, un éxodo masivo de jóvenes estudiados, más de 500 familias desahuciadas cada día, impuestos que se marchan rumbo a Zurich vía Berlín, rentas de dudoso origen que siempre han estado allá sin pasar por Las Palmas, Barcelona ni Madrid, gobernantes que legislan lo contrario a lo prometido, oposiciones políticas embarcadas en luchas de liderazgo o en banderas nacionales, jóvenes (y no tanto) con alternativas apaleados por policías, Iniciativas Legislativas Populares sin noticias y rechazadas sin entrar en ningún parlamento, modelos territoriales y representativos claramente caducados, jefes de Estado que nadie ha elegido compinchados con la corrupción más mundana, y un larguísimo etcétera.

La consternación, la indignación, el desánimo y la desconfianza son ya términos cotidianos en las crónicas del día a día. También en los caminos al trabajo o en las colas del paro. Pero, sobre todo, en las mesas, cada vez más circundadas, de nuestras abuelas, a la hora de comer; en los sofás frente al televisor, en muchas conversaciones de whatsapp o en los posts de facebook y twitter. Parecemos perdidos en nuestro desencanto, pero seguros de nuestra inquietud. Sin duda, hoy más que hace mucho tiempo, pero mucho menos que dentro de poco, hace falta hacer algo para aunar la agitación y encauzar la zozobra. Hace falta reclamar y fortalecer propuestas nuevas, discursos interesantes, diferentes y, desde luego, hacer lo que podamos para que los responsables de todo esto dejen de tomarnos el pelo. Hace falta, sobre todo, hacernos respetar, desenfundar ingenio y disparar un ¡basta ya!