martes, 27 de marzo de 2012

La flauta de Hamelin

Recientemente, el fin de semana pasado, se llevó a cabo el congreso de Convergència Democràtica de Catalunya. En él se decidió adoptar la Independencia (imagino para formar un Estado de pleno derecho en la ONU) como objetivo político del partido, para los próximos años. Tradicionalmente este partido ha sido encasillado en la derecha del espectro político catalán. También, cómo no, como un partido nacionalista. Esto es, partidario (valga la redundancia) de ensalzar las particularidades de una comunidad con aspiraciones de autonomía para sus órganos rectores. De esta manera, recientemente, sus intenciones más resaltables en esta empresa habían pasado por la adopción de la etiqueta de nación para el pueblo catalán y la negociación de un pacto fiscal bilateral entre las administraciones catalanas y estatales. A pesar de que durante el siglo XIX había sido la moderna burguesía barcelonesa, conjuntamente con su "brazo" político (con la Lliga como máximo exponente), la que se había apropiado de costumbres, tradiciones y rituales populares para convertirlas en objetos de culto de la causa catalanista, durante el siglo XX y XIX, han sigo ciertas tendencias de izquierdas las que han ido capitalizando el protagonismo en la causa nacionalista catalana. Tanto Convergència, como Unió, han sito tradicionalmente formaciones políticas de derechas y moderadas en las aspiraciones soberanistas, ahora el partido del President de la Generalitat ha adoptado el mismo objetivo que Esquerra Republicana de Catalunya.

Ayer escuché en una tertulia radiofónica que este giro se debe fundamentalmente a que el modelo autonómico español que pretendió solucionar el problema de la distribución territorial del estado ha acabado por ser el problema mismo. Tanto el más centralista, como el más independentista podrían argumentar que el modelo autonómico entra en una contradicción cuando plantea que el Estado Español es indisoluble y, en cambio, promueve el culto a las peculiaridades de cada comunidad. Lo que más me llama la atención de toda esta discordia es que es capaz de presentarse casi en cualquier ámbito, bajo cualquier pretexto, pero con pretensiones muy diversas, algunas perversas. Por ejemplo, en estos momentos en los que tanto en Catalunya, en España, en otros países de Europa, ya no digamos del mundo, la desigualdad social, tanto en oportunidades como en derechos, se ha visto exponencialmente acelerada, poniendo en peligro ya a los sistemas de bienestar, algunos precarios ya de por sí, que se habían ido asentando tras las grandes guerras mundiales, los miembros del Govern Catalá han fijado como objetivo ejemplar conseguir la soberanía de la nación catalana. Desconozco cuánto de responsabilidad en la situación crítica por la que están pasando muchas familias catalanas reside en el problema de la territorialidad de España, pero quizá promover la diferencia no ayude más que a producir más desigualdad. De la misma manera que durante años los canarios hemos afirmado que no somos África, dejando de preocuparnos por lo que pasa más allá de Fuerteventura, legitimando, e incluso estimulando, la desigualdad y la indiferencia, la energía con la que quiere el señor Mas hacer ondear la Estelada no haga más que contribuir a que los ciudadanos centremos nuestra indignación y esperanzas en el vaivén de las banderas. Sin duda su movimiento es más hipnótico que los números de la injusta política fiscal, del desfalco de las administraciones públicas, de la corrupción y de la ineficacia de la clase política... tanto de Catalunya como de España.

lunes, 19 de marzo de 2012

¡Viva la Pepa!

Hoy, 19 de marzo de 2012, se celebran 200 años de que tal día como hoy de 1812 se firmara la primera Constitución del Estado Español. Como han recordado desde los medios de comunicación, en La Pepa se promulgaron artículos que serían revolucionarios para la época, como la libertad de expresión, la separación de poderes o la soberanía emanada de la nación. Pero también había cobijo en ella para otros artículos no tan vistosos como aquel que establecía a la religión católica como la única religión verdadera, o el 22, que permitía la esclavitud en colonias españolas como Filipinas y Cuba.

En el acto magno que se llevó a cabo para celebrar tal efeméride bicentenaria, en Cádiz, había, sobre todo, políticos y autoridades estatales, autonómicas y locales. En el centro de la mesa que presidía el acto se sentaba el Rey y su esposa. Curiosamente don Juan Carlos es el tataratataranieto de Fernándo VII, el Rey que derogó dicha Constitución dos años después, tras la llamada guerra de independencia contra las tropas napoleónicas. También estaban en la mesa los presidentes de los poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) en este país, estos ya sí, con alguna relación con el voto soberano de la población, aunque tampoco demasiada.

La mayoría de los medios de comunicación de ámbito estatal han resaltado, sobre todo, dos cosas: el largo y caluroso aplauso que las autoridades brindaron al monarca tras su discurso, y la relación que estableció el presidente del gobierno entre el esfuerzo que llevaron a cabo los constituyentes de la época para promulgar La Pepa y el sacrificio que hoy le toca hacer al pueblo español con las reformas que está implementando el Gobierno. Resalto estos dos, digámosle, eventos porque conllevan un resaltable peso semiótico que nos puede brindar algunas luces para entender parte de la controversia que acompaña a la bandera española hoy, donde quiera que esta se instale.

En primer lugar, resulta de un desatino populista y una horterada vincular las condiciones que llevaron a las cortes de Cádiz a redactar y firmar la Constitución y el yugo que pretende instalar el actual Gobierno sobre las prestaciones sociales públicas. Este símil es de aquellos que rápidamente se pueden identificar con las exageraciones, la retórica barata o los chistes, si me apuran. Dejando a un lado el brinco histórico y los anacronismos, afirmar que es el mismo esfuerzo (o parecido) el que el pueblo español realizó al desafiar la invasión francesa y la hegemonía monárquica estableciendo, por su cuenta, su sistema de derechos y deberes, y los esfuerzos que se han de hacer ahora para evitar enfermar ante un sistema sanitario en decadencia, complementar la educación ante un sistema público deficitario, o cubrir con el soporte familiar la ausencia de ingresos por la falta de empleo y prestaciones, se convierte en un ejercicio perverso de persuasión, típico, en las últimas décadas, de nuestra clase política. Es natural sentirse no representado, cuando el contenido discrusivo de los representantes es desmentido constantemente por las evidencias más cotidianas, y aún más teniendo en cuenta la desigualdad identificable en el acceso a los recursos y al trato judicial hacia los poderosos y la gente de a pie.

Justamente un asunto judicial es el que envuelve al otro evento significativo que he resaltado. No hay duda para cualquiera de que el impulso al más de minuto y medio que las autoridades brindaron en aplausos al Rey, tras su discurso, reside en la causa abierta en la que su yerno, Iñaki Urdangarín, se encuentra imputado. Por supuesto, significa un espaldarazo de los políticos y otras autoridades a la figura del monarca y a su familia como imagen de la Jefatura del Estado, ante las perversiones que se han ido oyendo últimamente. No sé si estos aplausos son expresión de la soberanía popular, como promulga nuestra actual Constitución, tal vez sí. Aún así, no sé si un descuido, en el mejor de los casos, es digno de ser aplaudido. Pero lo que sí sé es que no en pocas otras ocasiones los súbditos han explotado en sus aplausos más calurosos a los monarcas y líderes cuando se encuentran debilitados. Parece un "señor, no sé si ellos, pero nosotros estamos con usted".

Lo curioso de toda este abanico significativo es la característica paradoxal que tiene a día de hoy la semántica de "la nación española". Desde el punto de vista de los adornos y el protocolo, que sea precisamente un rey el que presida un acto que conmemora la voluntad popular dice mucho de la fragilidad de toda la simbología que acompaña y refuerza, o debilita, la bandera amarilla y gualda que se impuso, por dos ocasiones, durante el siglo XX, una por obra de las armas y otra por consenso de las élites políticas. En nuestra era, ¿cómo es posible explicar a un niño que las decisiones se han de tomar democráticamente y que todos somos iguales ante la ley y el Estado, si necesitamos de un rey, por definición hereditario, para enarbolar nuestra voluntad como "nación"? Y ya en el plano del contenido discursivo, más conocido como palabrería, de la política que representa a nuestro país, ¿cómo explicar que nuestra nueva hazaña nacional consista en reducir todo lo que se pueda el ya insuficiente Estado de Bienestar español por imperativo de quienes no lo necesitan?

lunes, 12 de marzo de 2012

Una sobre videojuegos



A raíz de un artículo que me compartió recientemente un colega (Fuster, H., Oberst, U., Griffiths, M., Carbonell, X., Chamarro, A., Talarn, A. Motivación psicológica en los juegos de rol online: un estudio de jugadores españoles del World of Warcraft. Anales de Psicología (2012) 28, 274-280) me alegré de que entre los estudios cuantitativos hayan comenzado a abundar las investigaciones sobre aspectos digámosle constructivos sobre los videojuegos. Lo que ha solido ser la tónica es buscarles los defectos, es decir, los efectos perversos. La tesis suele ser la misma siempre: los seres humanos, en contacto con determinados artefactos, algunas veces videojuegos, otras móviles o Sálvame Deluxe, tienden a desnaturalizar su condición humana en una habitual concepción con aires rousseaurianos. Investigaciones como la de este estudio demuestran que la condición de lo humano tiene mucho que ver también con otros humanos, los artefactos y dispositivos. Casi que es el mismo debate entre evolucionismo y creacionismo en el plano filosófico y, sobre todo, político.

También se parece el debate sobre la, llamémosle hoy, fenomenología de los videojuegos que fluye tanto en el ámbito científico, como, sobre todo, en los medios de comunicación. Normalmente los videojuegos son concebidos como un fenómeno, a veces interesante, a veces detestable. La preocupación principal es: ¿perjudican o benefician al desarrollo de las personas? Los temas principales: ¿hacen a las personas más agresivas? ¿generan adicción? ¿potencian o impiden las relaciones sociales? ¿son un potencial educativo o una pérdida de tiempo? Pero los enfoques metodológicos que se ponen en marcha suelen ser muy concretos o abarcar el análisis de determinadas prácticas y la relación entre variables que se refieren a aspectos muy particulares como la influencia en la excitación que tiene que un determinado videojuego exponga con más o menos detalles la sangre o las vísceras de sus personajes.

La mayoría de este tipo de investigaciones pertenecen a la órbita de la metodología cuantitativa, pero también muchas otras de la otra acera también suelen investigar algo tan abstracto y universal como "la capacidad didáctica" de los videojuegos. Aún así, también hay muchas otra, en las que quiero situar mi perspectiva, que abordan a los videojuegos como algo muy diferente a un fenómeno social, desde su concepción más ortodoxa, al menos. En las prácticas con videojuegos se presentan pocos elementos universales y homogéneos a parte de una pantalla, una interfaz, unos controles y al menos un jugador. Hay videojuegos de muchas clases y algunos sin clase clara, también muchos tipos de jugadores y, sobre todo, un sinfin de contextos de una riqueza de agentes, relaciones, significantes y significados como para concebir que los videojuegos, de por sí, tengan uno, dos, o dos mil efectos. Hay más gracia en saber que el atractivo tradicional que suelen sentir las personas por los juegos y las oportunidades que brindan estos artefactos, con sus escenarios, historias, personajes e invitaciones a la interacción, están ligados a la capacidad humana para crear realidades cotidianas muy variadas, muchas de ellas con mayor peso ontológico que las rutinas más "productivas" del mundo laboral.


viernes, 9 de marzo de 2012

El primero

El Variscaso comienza y acaba en un instante, como la mayoría de los eventos perturbadores, por no decir todos. Normalmente desencadena dolor, pero a veces solo alerta. Sin embargo, preferiría que este espacio provocase inquietud. En cualquier caso, no es de mi menester especular siquiera sobre los efectos de las palabras. Tan solo me gustaría que El Variscaso condensara un largo tiket de instantes y dejáramos su semántica al ingenio de la lectura. Ya veremos...