jueves, 7 de marzo de 2013

El consumo no es el problema


Ahora que parece que la mayoría de los sustentos más firmes de nuestro sistema político y económico se demuestran ulcerantes, hemos comenzado a vislumbrar su patología más claramente. El fin y el comienzo de siglo será recordado como algo así como el periodo de las vacas gordas occidentales. El presunto bienestar finisecular fue cebado con las carnazas que dejaban los grandes tratos de un mercado financiero que podría servir como el paradigma de la desigualdad y la traición en la toma de decisiones. Ahora que parecemos intuir que el problema tiene una clara raíz en la codicia, hemos caído en la cuenta de que ya hacía tiempo que sospechábamos que, a pesar de que todo parecía mejorar, las cosas no se estaban haciendo bien, aunque todavía no sabemos qué cosas exactamente.

Muchas de ellas sí sabemos que tienen mucho que ver con las decisiones que han tomado en las últimas décadas (si no más) nuestros representantes políticos. Justamente es este término el que se sitúa en el ojo de la controversia sobre los fundamentos de la crisis estructural que sufre España, particularmente. Me explico. La principal discusión que atraviesa la mayoría de los debates sobre cómo hemos llegado a esto giran entorno a la legitimidad de pagar entre toda la ciudadanía el endeudamiento bancario de carácter privado, y cuya magnitud está destruyendo gran parte del gasto social. Dudo que esta decisión, preguntada en un referéndum, supere el 2% de apoyo. Sin embargo, la tomaron, allá por 2008, alrededor del 75% de diputados y diputadas del Congreso. En efecto, la pregunta es: ¿representan los procesos aforados de toma de decisiones a los que se suelen dar entre la ciudadanía en ámbitos cotidianos o a sus condiciones?
 
Comenzando por que ni tan siquiera el modo de vida de estas personas se parece en absoluto al de ningún otro ciudadano, que disponen de información de la que llaman de interés nacional, a la que pocas personas más tienen acceso, y acabando por su tan peculiar manera de hablar, discutir e intercambiarse mensajes cifrados a través de los medios de comunicación, no parece que sean agentes muy representativos de las formas de ser de sus conciudadanos. Sin embargo he escuchado recurridamente que sí. Desde una bandera política o desde su antónima, he escuchado susurros que defienden que el Parlamento es un reflejo del país que pretende representar políticamente. Tanto desde la izquierda, como desde la derecha, no es difícil encontrar a algún ilustrado que repite sin cansarse aquella máxima de "todo pueblo tiene el Gobierno que se merece".

Los procedentes de la derecha, ya los conocemos, "se cree el ladrón que son todos de su condición". Pero algunos de los escorados a la zurda, en muchos casos, impotentes en sus intentos (o no) de comprender los hábitos de las mayorías, llevan también décadas anunciando una multitud de cánceres endógenos de lo que se suele llamar Capitalismo, pero a lo que hoy yo llamaré Sociedad (por cambiar un palabro feo, por otro más decente, no por nada más). Uno de estos cánceres más rimbombantes y repetidos es el consumismo.

Para estos zurdos incómodos y, por supuesto, para los diestros de corbata holgada, es sencillo situar el origen de la codicia de los políticos, oligarcas y demás poderosos en el consumismo autóctono de nuestra sociedad. La mayoría de lo que hoy, aquí, se llama consumo, vete a saber dónde y, por supuesto, en otras épocas, se llamó enseres, artesanía, intercambios y un sinfín de conceptos relacionados con la intimidad de las personas con los objetos. A la imagen de Diógenes, desde este planteamiento se predica que el consumo es superfluo, innecesario y perverso. Para los exorcistas del consumismo, a la semejanza de la Escuela Cínica griega, consideran que la civilización y su forma de vida es un mal y que la bondad y la felicidad viene dada siguiendo una vida sencilla en sintonía con lo natural, aquello no pervertido ya por la humanidad... aún. La máxima: "un hombre con menos necesidades es el más feliz y el más libre." Sin embargo, sobre necesidades hay poco o demasiado escrito. ¿Cuál y cuánto es la necesidad suficiente? Por tanto, en este credo siempre ha habido un toque autoritario que busca juzgar los hábitos del prójimo para sí.

No, la codicia que alimenta la corrupción no tiene origen en esta o aquella forma de interactuar con los objetos, sino en el poder. No en la forma de consumir, sino en la de producir. Porque es la autoridad, las fronteras, la opacidad y la desigualdad lo que fomentan la tiranía y la insostenibilidad y no las ilusiones o caprichos más o menos efímeros, trascendentes o superfluos de una ciudadanía que vive mayoritariamente en precariedad. Nuestra úlcera tiene su epicentro en las malas decisiones tomadas por unas personas que han utilizado nuestra confianza para alimentar, sin decencia, a la camarilla del control, traicionando el interés común y la legitimidad democrática de su gobierno. En tiempos de desazón, no conviene despistar la mira contra nuestro vecino.

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