Ahora que parece que la mayoría de los sustentos
más firmes de nuestro sistema político y económico se demuestran
ulcerantes, hemos comenzado a vislumbrar su patología más
claramente. El fin y el comienzo de siglo será recordado como algo
así como el periodo de las vacas gordas occidentales. El presunto
bienestar finisecular fue cebado con las carnazas que dejaban los
grandes tratos de un mercado financiero que podría servir como el
paradigma de la desigualdad y la traición en la toma de decisiones.
Ahora que parecemos intuir que el problema tiene una clara raíz en
la codicia, hemos caído en la cuenta de que ya hacía tiempo que
sospechábamos que, a pesar de que todo parecía mejorar, las cosas
no se estaban haciendo bien, aunque todavía no sabemos qué cosas
exactamente.
Muchas de ellas sí sabemos que tienen mucho que ver
con las decisiones que han tomado en las últimas décadas (si no
más) nuestros representantes políticos. Justamente es este
término el que se sitúa en el ojo de la controversia sobre los
fundamentos de la crisis estructural que sufre España,
particularmente. Me explico. La principal discusión que atraviesa la
mayoría de los debates sobre cómo hemos llegado a esto giran
entorno a la legitimidad de pagar entre toda la ciudadanía el
endeudamiento bancario de carácter privado, y cuya magnitud está
destruyendo gran parte del gasto social. Dudo que esta decisión,
preguntada en un referéndum, supere el 2% de apoyo. Sin embargo, la
tomaron, allá por 2008, alrededor del 75% de diputados y diputadas
del Congreso. En efecto, la pregunta es: ¿representan los procesos
aforados de toma de decisiones a los que se suelen dar entre la
ciudadanía en ámbitos cotidianos o a sus condiciones?
Comenzando por que ni tan siquiera el modo de vida
de estas personas se parece en absoluto al de ningún otro ciudadano,
que disponen de información de la que llaman de interés nacional, a
la que pocas personas más tienen acceso, y acabando por su tan
peculiar manera de hablar, discutir e intercambiarse mensajes
cifrados a través de los medios de comunicación, no parece que sean
agentes muy representativos de las formas de ser de sus
conciudadanos. Sin embargo he escuchado recurridamente que sí. Desde
una bandera política o desde su antónima, he escuchado susurros que
defienden que el Parlamento es un reflejo del país que pretende
representar políticamente. Tanto desde la izquierda, como desde la
derecha, no es difícil encontrar a algún ilustrado que repite sin
cansarse aquella máxima de "todo pueblo tiene el Gobierno que
se merece".
Los procedentes de la derecha, ya los conocemos, "se
cree el ladrón que son todos de su condición". Pero algunos de
los escorados a la zurda, en muchos casos, impotentes en sus
intentos (o no) de comprender los hábitos de las mayorías, llevan
también décadas anunciando una multitud de cánceres endógenos de
lo que se suele llamar Capitalismo, pero a lo que hoy yo llamaré
Sociedad (por cambiar un palabro feo, por otro más decente, no por
nada más). Uno de estos cánceres más rimbombantes y repetidos es
el consumismo.
Para estos zurdos incómodos y, por supuesto, para
los diestros de corbata holgada, es sencillo situar el origen de la
codicia de los políticos, oligarcas y demás poderosos en el
consumismo autóctono de nuestra sociedad. La mayoría de lo que hoy,
aquí, se llama consumo, vete a saber dónde y, por supuesto, en
otras épocas, se llamó enseres, artesanía, intercambios y un
sinfín de conceptos relacionados con la intimidad de las personas
con los objetos. A la imagen de
Diógenes, desde este planteamiento
se predica que el consumo es superfluo, innecesario y perverso. Para
los
exorcistas del consumismo, a la semejanza de la
Escuela Cínica griega, consideran que la civilización y su forma de vida es
un mal y que la bondad y la felicidad viene dada siguiendo una vida
sencilla en sintonía con lo natural, aquello no pervertido ya por la
humanidad... aún. La máxima: "un hombre con menos necesidades
es el más feliz y el más libre." Sin embargo, sobre
necesidades hay poco o demasiado escrito. ¿Cuál y cuánto es la
necesidad suficiente? Por tanto, en este credo siempre ha habido un
toque autoritario que busca juzgar los hábitos del prójimo
para sí.
No, la codicia que alimenta la corrupción no tiene
origen en esta o aquella forma de interactuar con los objetos, sino
en el poder. No en la forma de consumir, sino en la de producir.
Porque es la autoridad, las fronteras, la opacidad y la desigualdad
lo que fomentan la tiranía y la insostenibilidad y no las ilusiones
o caprichos más o menos efímeros, trascendentes o superfluos de una
ciudadanía que vive mayoritariamente en precariedad. Nuestra úlcera
tiene su epicentro en las malas decisiones tomadas por unas personas
que han utilizado nuestra confianza para alimentar, sin decencia, a
la camarilla del control, traicionando el interés común y la
legitimidad democrática de su gobierno. En tiempos de desazón, no
conviene despistar la mira contra nuestro vecino.