Por estos días se cumplen 12 años del fallecimiento de Domingo Domínguez Luís, una persona suspicaz y genial en lo público y simplemente excelente en lo privado. Alguien que ilustró y cuidó a las personas que lo rodean con tal de saciar su gran vicio: la amistad. Fue un segundo padre para mí y hoy me gustaría compartir un artículo que escribí para el libro "Desde aquel árbol que se mueve", publicado en 2010 con motivo del décimo aniversario de su desaparición. Es un pequeño homenaje con el que quise recordar su figura y su condición humana más íntima...
Curioso capricho el de la pelota en el
partido que, con su giro y sus repentinas trayectorias, decide la desdicha y la
gloria de las acciones. Peculiar papel el del idiota en la conversación que, con
su originalidad y sus desatinos, desafía el orden semántico. Apasionante labor
de la imaginación que, con sus dibujos, sus estridencias, su acidez o sus
deslizamientos, tensa el devenir del sosiego. El andar de las personas, sin
duda, parece transitar por una cartografía incierta, impredecible, siempre
dispuesta, pero nunca del todo trazada. La forma de las cosas, aunque
aparentemente semejante, aunque muchos se empeñen en petrificarla, difiere en
sus usos, sus significados y, por supuesto, en sus fines. La creación no puede
ser inocente, sucumbe al indecente desafío de la voluntad sobre el decoro de la
imposición.
Durante mucho tiempo, el transcurrir de mi
vida ha experimentado precisamente las incertezas, y sería presuntuoso por
aquello del complejo de Narciso, que parece no ver más allá del reflejo de su
rostro, pensar que sólo a mí me ha ocurrido. Por lo de la máxima de Ortega y
Gasset, que extiende la identidad a las circunstancias y equipara el ser y al
acontecer, me imagino que mucha gente es capaz de entender la sentencia de la
madre de Forrest Gump cuando pronunció aquel mítico símil: “la vida es como una
caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar”. El control es, por tanto,
un intento frustrante en no pocas ocasiones. La lidia es una faena tortuosa,
rebosante de desafíos aflictivos, de tensiones a punto de romperse.
Cuánta indignación nos produce la derrota,
sobre todo cuando nos parece injusta, cuando estamos seguros que el desenlace
del partido desafía la belleza, la limpieza, el honor, el mérito, y muchos de
los sustantivos tan tratados y elaborados por científicos, políticos y
artistas. Cuánta ilusión instaura la victoria, la posibilidad de cumplir, de
satisfacer, de irrumpir el orden de la dificultad. Qué complejo tan irrisorio
parecemos portar cuando nos toca jugar, cuando nos conmueve la incertidumbre y
cuando tenemos la certeza de vencer. Nos da la risa, a veces floja, otras con
toques de perversidad, sonreímos como queriendo permanecer en un extraño
estatus de intimidad con la situación.
Muchas de las cosas que recuerdo de mi “tío
Mingo”, como él le gustaba que lo llamara, pasan por los caminos que abren ese
tipo de sonrisa. Desde la atalaya de sus gafas, no demasiado gruesas, pero sí
amplias, su mirada siempre me pareció llegar más allá de lo que podía imaginar.
Relatos apasionantes y opiniones ingeniosas eran fruto de lo que parecía una
capacidad sublime para aglutinar experiencias y amistades. Siempre fue una
sonrisa extensa en unos labios discretos, una sutil astucia y una embriagadora
picardía lo que añadía un ritmo especial a sus gestos. Era una sonrisa
inquietante muchas veces y otras elegante, imponiéndose a la astucia de su
palabra y a su extensa mirada, era capaz de transmitir afecto en el instante y
justo en la intersección entre el déjame entrar de unos y el recelo de otros,
una mano firme y un movimiento de labios hacían el trabajo que la palabra
remataba. Sucumbir a su confianza siempre fue la virtud que me hizo aprender
que más allá de las distancias la vida se torna cercana.
El recuerdo de Domingo es el recuerdo de la
infancia, la memoria de mi inocencia, tantas preguntas y tan pocas respuestas.
Su palabra, siempre un faro, cuyo movimiento heterogéneo animaba muchas tardes
de fútbol y mañanas de cine, aderezaba las incógnitas y deshacía las
sentencias. Mi desatino pareció siempre caerle simpático, y él lo agradecía con
su extensa mano, y multitud de regalos. Como cualquier niño, un tebeo, un álbum
de pegatinas, un bolígrafo con agua y confeti o un paquete de estampas; como
una bolsa de caramelos, eran la llave. Su ternura, el edulcorante; la acidez,
el contrapunto. Siendo un mequetrefe, Domingo era mucho más que el colega, el
compañero o el camarada de mi padre, era un mentor y mi amigo.
Incluso siempre parecí corresponderle con ese
papel y, de hecho, no era el único niñato que lo hacía. Sorprendente siempre
fue su inquietud por hacer amigos, fuesen de donde fuese, daba igual de quién
procedieran, cuánto olieran a alcohol o a tabaco, tanto más altos, como
bajitos, gordos o flacos, más ancianos, o más infantes, más peludos o
impolutos, más heroicos o desdichados, y, claro, más ricos o más pobres. Sus
largos pies parecían no hallar frontera y sus horizontes, trazados con una
especial habilidad, se extendían sobre el compromiso y la lealtad. Sus genuinos
detalles encauzaron siempre a una digna legión de idiotas por el camino de la
honestidad.
Con él aprendí la riqueza de la sencillez, el
ritmo de la sátira, el valor del ridículo, la peculiar identidad de las
pequeñas cosas, la importancia de la crítica, la pasión por la incógnita, la
duda con la certeza, el respeto a la diversidad, pero sobre todo, la nobleza de
la lucha y el valor de la humildad. Con grandes palabras en pequeños gestos, el
arte lego de la cotidianidad fue siempre su mejor habilidad. Convencido de la
majestuosidad de un pase en profundidad, de un abrazo en el momento ideal, el
mundo que me brindó es y será siempre un rincón repleto de experiencias
inocentes capaces de inspirar desde lo impúdico hasta lo ingenuo. Con él
aprendí que cuando la pelota gira, la imaginación se pone en marcha y la
idiotez se torna ingeniosa.
Gracias tío Mingo, por haberme sembrado de
tantas cosas.
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