lunes, 30 de julio de 2012

La pelota, los idiotas y la imaginación

Por estos días se cumplen 12 años del fallecimiento de Domingo Domínguez Luís, una persona suspicaz y genial en lo público y simplemente excelente en lo privado. Alguien que ilustró y cuidó a las personas que lo rodean con tal de saciar su gran vicio: la amistad. Fue un segundo padre para mí y hoy me gustaría compartir un artículo que escribí para el libro "Desde aquel árbol que se mueve", publicado en 2010 con motivo del décimo aniversario de su desaparición. Es un pequeño homenaje con el que quise recordar su figura y su condición humana más íntima...


Curioso capricho el de la pelota en el partido que, con su giro y sus repentinas trayectorias, decide la desdicha y la gloria de las acciones. Peculiar papel el del idiota en la conversación que, con su originalidad y sus desatinos, desafía el orden semántico. Apasionante labor de la imaginación que, con sus dibujos, sus estridencias, su acidez o sus deslizamientos, tensa el devenir del sosiego. El andar de las personas, sin duda, parece transitar por una cartografía incierta, impredecible, siempre dispuesta, pero nunca del todo trazada. La forma de las cosas, aunque aparentemente semejante, aunque muchos se empeñen en petrificarla, difiere en sus usos, sus significados y, por supuesto, en sus fines. La creación no puede ser inocente, sucumbe al indecente desafío de la voluntad sobre el decoro de la imposición.

Durante mucho tiempo, el transcurrir de mi vida ha experimentado precisamente las incertezas, y sería presuntuoso por aquello del complejo de Narciso, que parece no ver más allá del reflejo de su rostro, pensar que sólo a mí me ha ocurrido. Por lo de la máxima de Ortega y Gasset, que extiende la identidad a las circunstancias y equipara el ser y al acontecer, me imagino que mucha gente es capaz de entender la sentencia de la madre de Forrest Gump cuando pronunció aquel mítico símil: “la vida es como una caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar”. El control es, por tanto, un intento frustrante en no pocas ocasiones. La lidia es una faena tortuosa, rebosante de desafíos aflictivos, de tensiones a punto de romperse.

Cuánta indignación nos produce la derrota, sobre todo cuando nos parece injusta, cuando estamos seguros que el desenlace del partido desafía la belleza, la limpieza, el honor, el mérito, y muchos de los sustantivos tan tratados y elaborados por científicos, políticos y artistas. Cuánta ilusión instaura la victoria, la posibilidad de cumplir, de satisfacer, de irrumpir el orden de la dificultad. Qué complejo tan irrisorio parecemos portar cuando nos toca jugar, cuando nos conmueve la incertidumbre y cuando tenemos la certeza de vencer. Nos da la risa, a veces floja, otras con toques de perversidad, sonreímos como queriendo permanecer en un extraño estatus de intimidad con la situación.

Muchas de las cosas que recuerdo de mi “tío Mingo”, como él le gustaba que lo llamara, pasan por los caminos que abren ese tipo de sonrisa. Desde la atalaya de sus gafas, no demasiado gruesas, pero sí amplias, su mirada siempre me pareció llegar más allá de lo que podía imaginar. Relatos apasionantes y opiniones ingeniosas eran fruto de lo que parecía una capacidad sublime para aglutinar experiencias y amistades. Siempre fue una sonrisa extensa en unos labios discretos, una sutil astucia y una embriagadora picardía lo que añadía un ritmo especial a sus gestos. Era una sonrisa inquietante muchas veces y otras elegante, imponiéndose a la astucia de su palabra y a su extensa mirada, era capaz de transmitir afecto en el instante y justo en la intersección entre el déjame entrar de unos y el recelo de otros, una mano firme y un movimiento de labios hacían el trabajo que la palabra remataba. Sucumbir a su confianza siempre fue la virtud que me hizo aprender que más allá de las distancias la vida se torna cercana.

El recuerdo de Domingo es el recuerdo de la infancia, la memoria de mi inocencia, tantas preguntas y tan pocas respuestas. Su palabra, siempre un faro, cuyo movimiento heterogéneo animaba muchas tardes de fútbol y mañanas de cine, aderezaba las incógnitas y deshacía las sentencias. Mi desatino pareció siempre caerle simpático, y él lo agradecía con su extensa mano, y multitud de regalos. Como cualquier niño, un tebeo, un álbum de pegatinas, un bolígrafo con agua y confeti o un paquete de estampas; como una bolsa de caramelos, eran la llave. Su ternura, el edulcorante; la acidez, el contrapunto. Siendo un mequetrefe, Domingo era mucho más que el colega, el compañero o el camarada de mi padre, era un mentor y mi amigo.

Incluso siempre parecí corresponderle con ese papel y, de hecho, no era el único niñato que lo hacía. Sorprendente siempre fue su inquietud por hacer amigos, fuesen de donde fuese, daba igual de quién procedieran, cuánto olieran a alcohol o a tabaco, tanto más altos, como bajitos, gordos o flacos, más ancianos, o más infantes, más peludos o impolutos, más heroicos o desdichados, y, claro, más ricos o más pobres. Sus largos pies parecían no hallar frontera y sus horizontes, trazados con una especial habilidad, se extendían sobre el compromiso y la lealtad. Sus genuinos detalles encauzaron siempre a una digna legión de idiotas por el camino de la honestidad.

Con él aprendí la riqueza de la sencillez, el ritmo de la sátira, el valor del ridículo, la peculiar identidad de las pequeñas cosas, la importancia de la crítica, la pasión por la incógnita, la duda con la certeza, el respeto a la diversidad, pero sobre todo, la nobleza de la lucha y el valor de la humildad. Con grandes palabras en pequeños gestos, el arte lego de la cotidianidad fue siempre su mejor habilidad. Convencido de la majestuosidad de un pase en profundidad, de un abrazo en el momento ideal, el mundo que me brindó es y será siempre un rincón repleto de experiencias inocentes capaces de inspirar desde lo impúdico hasta lo ingenuo. Con él aprendí que cuando la pelota gira, la imaginación se pone en marcha y la idiotez se torna ingeniosa.

Gracias tío Mingo, por haberme sembrado de tantas cosas.

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